SOLEDADES Y LAZOS

Porque nuestra subjetividad está entramada de vínculos y espacios privados, ambos son bienvenidos. Ojalá que los lazos no ahoguen intimidades, ni la soledad bloquee los caminos para el intercambio.



domingo, 4 de abril de 2010

DESVENTURAS SATINADAS II (crónica de una quincena accidentada)

II. ¡¡¡Qué viajecito!!!

Lo primero que impresionó a la psicóloga fue cierto extravío en la mirada de la mujer flaca, muy flaca, sentada frente a ella. Se presentó como Lisa, la médica del operativo. La mujerona, muy entrada en carnes y de largos cabellos negros, sentada a su lado, era Gladys, la enfermera.
- ¡¡¡Estamos hablando de perros!!!, anunció, con cierta euforia, la delgada médica. Hablamos de perros porque no tenemos hijos, espetó a modo de aclaración.
La psicóloga asintió levemente con la cabeza, de modo automático. Giró para mirar a la enfermera quien, sonriente, afirmó con entusiasmo.
- Upalalá, dijo Susan para sus adentros y se dispuso a observar a sus nuevas compañeras, ocultando su recelo.

Durante largo rato las dos mujeres disputaron la voz cantante, dando cuenta cada una de un sin fin de anécdotas caninas. Cada tanto, alguna de ellas recordaba la presencia de la psicóloga y repetía:
- Hablamos de perros porque no tenemos hijos.

El viaje en la parte trasera de una ambulancia, decididamente, no resultaba cómodo ni seguro. Susan se vio de golpe arrojada contra el generoso cuerpo de la enfermera, quien le dijo:
- Abra las piernas, si no, se va a caer.
- Abrochate el cinturón, yo no lo necesito porque estoy acostumbrada a viajar en ambulancia, aconsejó la médica.

Susan apreció la lozanía del delgado brazo de Lisa, que se sujetaba a una pequeña tira que pendía del techo. Se sintió un poco aburrida de la monótona conversación de las dos mujeres. Su afición por los perros no era siquiera digna de mención, para colmo de males, tenía una hija de 12 años. Se preguntó si sería oportuno mencionarlo. Estaba casi segura de lo imprudente que resultaría confesar la posesión de un gato.

Mientras la médica explicaba la pena que le había despertado separarse de su perra, enviada a una academia de instrucción, la psicóloga se esforzaba -aprisionada por el cinturón y su considerable compañera de asiento-, por ver el exterior, recortado en una exigua ventanilla. Había comenzado a llover y el cielo amenazaba una tormenta. Poco amiga de esta condición climática, trató de aventar los malos pensamientos que la invadían. Intentó concentrarse en la conversación cerrada que mantenían las mujeres, quienes rara vez la miraban o se dirigían a ella.
- … y la instructora me permitió ir al campo y observar lo que había aprendido. Cuando me vio, la perra se me vino encima, buscando mimos pero yo, aunque me moría de pena, hice como si nada, como me habían explicado. Ví las rutinas desde lejos y luego las practicó conmigo. Yo le daba las órdenes con frialdad, pobrecita, recién cuando terminó toda la demostración, pude abrazarla y besarla y darle muchos mimos…

Lisa, emocionada, continuaba su relato. La psicóloga pensó: - Dios, está rematadamente loca esta mina…

Al fin, se arribó al primer destino: Dolores. Tan pronto como pudo, Susan bajó de su prisión de 4 ruedas, feliz de estirar las piernas. No tenía mucho tiempo, debía bajar las valijas y esperar a que las acomodaran en el nuevo móvil. Saludó a los responsables del área y apenas si pudo encender un cigarrillo. Más que pronto, se vio nuevamente a bordo de un rodado, esta vez, era una combi. El detalle de pésimo gusto lo constituía la delgadez extrema que separaba a una fila de asientos de otra. Por una cuestión de educación, más que por preferencia, intentó sentarse cerca de sus compañeros de puesto. Bien sabía por experiencias anteriores que de Dolores partían un par de combis, repletas de agentes de salud y sus respectivas pertenencias, a quienes irían repartiendo a los distintos destinos. El suyo era uno de los últimos, el año anterior, el accidentado viaje se había extendido por 16 horas. La suerte quiso aquella vez que Susan estuviera tan extenuada, que pudo dormir casi ininterrumpidamente todo el trayecto, a pesar del calor y otros incordios. Pero en esta ocasión, la psicóloga, a pesar de no haber pegado ojo durante la noche, no tenía ni pizca de sueño. Nunca había sido amiga de dormir de día, las pasadas circunstancias de la mudanza, la obra y haber cumplimentado una serie de guardias en poco tiempo, estaban muy lejos de la actualidad. Como pudo, recogió las piernas para poder encajarse dentro de un asiento de la última fila, junto a la médica y al chofer. La enfermera, en cambio, se decidió por un asiento individual, de la anteúltima fila y se durmió en el mismo acto de sentarse. Susan, con las piernas extendidas hacia un costado, cedía cada tanto este privilegio a sus compañeros. Se turnaban para no acalambrarse, dado que el dolor era inevitable.

Un largo trecho de viaje transcurrió incómodo pero en un clima más amable que el trecho Capital Federal-Dolores. La psicóloga intentó dormitar, a pesar de la postura antinatural que se veía obligada a adoptar. Se despertó y se desanimó al comprobar que la ruta estaba recargada de autos, producto del recambio turístico de quincena. El móvil circulaba a paso de hombre, no quiso pensar cuánto tiempo más debería alternar el recogimiento con la diagonal. Habría que armarse de paciencia.

Flotando en pensamientos varios, la atención de la psicóloga fue capturada por unas voces de alarma. Desde la ruta, los instaban a intervenir, había ocurrido un accidente. El móvil se detuvo y bajaron los distintos agentes de salud. Un auto, conducido por un joven de 20 años, había volcado. El conductor estaba herido pero su novia había resultado ilesa. Susan era la única psicóloga de todo el operativo, por tanto, tomó cuaderno, lapicera y los volantes con recomendaciones. Para evitar superposiciones molestas, aguardó que el grupete que rodeaba a la joven, recostada en la banquina, se disipara. Se inclinó hacia la joven, presentándose. Le tomó los datos e intentó apaciguarla. Llegó la ambulancia de traslado. Susan se apartó con prudencia, para no estorbar. Poco después, arribó un helicóptero para trasladar al joven al hospital más cercano. La psicóloga buscó su averiada cámara digital y tomó fotos del auto destrozado y del helicóptero que haría el vuelo sanitario. Filmó las maniobras hasta que el helicóptero despegó, provocando un fuerte viento. Susan volvió su mirada a la combi, reparó que llevaba la inscripción “Salud mental”. Se le antojó pensar en qué poca valía se tenía al área, quizás pensaran que los pacientes de salud mental carecían de piernas.

Otra vez a bordo, ensayando posiciones rebuscadas con la idea de alcanzar un mínimo bienestar, Susan se interesó por la salud del joven accidentado. Lisa estaba indignada, se quejaba porque no había podido asistirlo. Comentaba, ofendida, que una mujer la había apartado, identificándose como médica. Con la cara contraída, aseguró que ella sabía del procedimiento y que si ya había un médico actuando, lo mejor que podía hacer era mantenerse lejos, para no saturar, pero que ella TAMBIÉN era médica. Más calmada de su enojo, comentó que el conductor había sufrido un traumatismo en la base de cráneo. Luego hizo referencias a las pupilas dilatadas del joven y pronunció una serie de términos de la jerga médica, inentendibles para Susan.

La ruta seguía atestada de autos, el avance era lentísimo. Como si esto fuera poco, a media hora de reanudar la marcha, la combi volvió a detenerse, pero esta vez fue para no volver a arrancar. Sí, se había roto y muy mal. El fastidio amenazaba con ganar la partida, pero era un lujo que no podían permitirse, de lo contrario, la travesía se tornaría insoportable.

Todos los agentes del operativo bajaron, se estiraron, intentaron bromear o hacer algún comentario simpático. Susan pensó que era una suerte haber pospuesto el desafío de dejar de fumar: definitivamente no era ése el momento apropiado. Momentos antes del paro total de la combi, habían pasado por un puesto donde algunos fueron al baño y otros habían comprado café y algo para comer. Susan era del segundo grupo, por tanto, pudo sortear el plantón sin hambre. Serían cerca de las 11 de la mañana. Largo rato después, llegó una ambulancia, anunciando que los agentes irían llegando a destino, cumpliendo postas con distintas ambulancias. No era lo mejor pero ¿qué remedio?

Una vez acomodados bolsos, bolsones y bolsitas, valijas de todos los tamaños y bártulos varios, los agentes se predispusieron a un encuentro más cercano con sus compañeros de ruta. La enfermera ampulosa que en un comienzo la había tratado de usted, viajaba ahora con una pierna inserta entre las dos de Susan. Empezaron los chistes y los comentarios en confianza. A pesar de la incomodidad, el viaje se hacía más entretenido. De última, no era más incómodo que viajar doblado en la combi de “Salud mental”.

Tras un mediano trayecto, la ambulancia se detuvo. Habían llegado a la primera posta. Afuera llovía pero, mal que les pesara, debían bajar y esperar. Al menos, no llovía a cántaros. Otra vez el humor salvó la contrariedad. Cuando llegó la segunda ambulancia, hubo que volver a bajar y subir bultos. En cada ocasión, se relajaba más el criterio de cómo serían acomodados.

Reanudaron el viaje, en la próxima posta, bajaron sobre un pastizal mojado, de donde emergieron hordas de mosquitos hambrientos. Situación poco alentadora, más aún en tiempos del dengue. Apareció una nueva ambulancia, esta vez más pequeña. De nuevo a sacar y meter valijas y bolsos. Al subir la totalidad de los agentes, notaron que estaban todavía más apretados. Los bolsos, con el traqueteo, se les caían encima. Sin embargo, se reían por el absurdo, el cansancio y, siendo ya pasado el mediodía, para distraer el hambre, también. Alguien sacó un termo, un mate y unos grisines que supieron deliciosos en tal ocasión.

Luciana, la colega de la red de emergencias, aguardaba con impaciencia el relevo demorado. Susan recibía sus mensajes de texto, preguntándole por dónde iba, cada vez más urgidos.

Pasaban las horas, los kilómetros, las ambulancias. Finalmente, cerca de las 18 hs, en una rotonda cercana al puesto de destino, Susan se reencontró con Luciana, quien la puso al tanto de las últimas novedades. Se abrazaron, Luciana le deseó suerte y subió apurada a la ambulancia, junto a sus compañeros de quincena, para iniciar el retorno a casa.

Por su parte, Susan, la médica, la enfermera y el joven Teto, subieron a la última ambulancia de la jornada. Era ni más ni menos que el móvil asignado para los traslados de las intervenciones de la psicóloga. ¡¡Al fin estaba a punto de concluir el largo y accidentado viaje!!

(continuará)

1 comentarios:

laspalmerassalvajes dijo...

Ya me he encariñado con todo el pasaje. Sí, incluso con la enfermera egoísta. Digo, sabiendo la exigua capacidad de los vehículos que el Ministerio proporciona para tales efectos hubiera sido un gesto de buena educación -pequeño, pero gesto al fin- haber empezado con Adelgamate unos quince días antes de la travesía. O haber tramitado uno a la altura de sus cachas.


Pinta bien lo que viene, entendiéndose a bien como justo sinónimo de quilombo laboral.


Sigo fumando entusiasmado. Y van...

Publicar un comentario

Acá podés explayarte...