SOLEDADES Y LAZOS

Porque nuestra subjetividad está entramada de vínculos y espacios privados, ambos son bienvenidos. Ojalá que los lazos no ahoguen intimidades, ni la soledad bloquee los caminos para el intercambio.



sábado, 3 de abril de 2010

VOLVER A LA FACU DESPUÉS DE LOS 40... (2ª parte)

II

No es tan fácil hurguetear los resortes que nos conducen a tal o cual elección, sobre todo cuando no se quiere dibujar la cosa para quedar bien parado. La cuestión es que me metí en Filo pensando en cursar en breve Economía por UBA XXI para tener libre acceso a Letras y luego ir viendo, con el devenir de las cursadas y lecturas, en cuál de la dos recaerá la decisión. Quizás sean ambas, enteritas o un poco y un poco, una sola o un simple toco y me voy. Volver o intentar volver a la facultad después de los 40, habiendo optado por carreras que de por sí no tienen una salida laboral tan definida, comprometida además con mi trabajo profesional, el que no sólo me aporta en lo económico, también en desafíos; ocupada en acompañar a una hija preadolescente que se prepara para ingresar al secundario y debiendo realizar malabares con los horarios, es una situación muy diferente a la virginal incursión de un joven recién salido del cascarón. Las presiones y motivaciones son sustancialmente diferentes, sería meta rara aquello de organizar una cursada prolija. Las prioridades, definitivamente, son otras.

No obstante, la primera visita a la nueva sede de la Facultad de Filosofía y Letras, inserta en una zona tan coqueta como cálida, me retrotrajo a viejas emociones. Aquel viernes de marzo de 2.010, caminé desde Rivadavia por la calle Puan, invadida por aquella inquietud tan especial, mezcla de temor ante lo desconocido y de ansiedad por saborear lo nuevo, de un modo tan cercano a “mi primera vez en la facu”, que me asombró. Fue agradable y al mismo tiempo desconcertante percibirme tan frágil, tan chiquitita, como cuando no había cumplido 18. Creo que será un momento imborrable aquello de mirar desde afuera y desde dentro a aquella que fui. Me generó ternura esa niña-mujer que llegó a una ciudad enorme con tan pocas herramientas en su haber. Ahora pienso que fui valiente, a pesar de la torpeza y la timidez. La imagen de mi hija se entrecruzaba en mis pensamientos. La pequeña Rochi, con sus 12 añitos y cargando con un cuerpo de chica más grande, estaba zozobrando ante su inminente debut en el instituto de apoyo para el ingreso al secundario. Me fijé en el reloj, todavía estaba en la escuela. Me preocupó que los trámites me impidieran comunicarme con ella, quería acercarle alguna palabra mientras caminaba rumbo a lo nuevo, igual que yo. Extraña y conmovedora coincidencia, en verdad. Pero ya me estaba acercando al edificio, no me resultaba alentador no reencontrarme con cierto aplomo -tantas veces impostado-, con el que me las he ido rebuscando en las distintas circunstancias de la vida, con el paso del tiempo. En días anteriores había fantaseado con esto de meterme a una facultad, repleta de jovencitos, seguramente con madres que rondarían mi edad.. Esto me había generado cierto temor, pudor, extrañeza. Pero en esa caminata de 4 cuadras, en vez de lidiar con los nuevos resquemores, miré las calles, los carteles, los transeúntes, con ojos adolescentes, aunque ahora tengo pendiente la consulta al oculista para que me recete un buen par de anteojos.

La expectativa de toparme con una serpenteante cola en la vereda, como me ocurría en Psico, no se cumplió. Apenas si había algún movimiento en la entrada de la facultad. Como no tenía idea adónde dirigirme, solicité orientación. Y todo fue un continuo, como el comienzo de la caminata por la calle Puan, observando las librerías y los bares. Al recorrer con los pasos y la mirada el edificio de Filosofía y Letras, me sentí plena, a gusto. Intuí que era un lugar del que podía apropiarme, algo que nunca terminó de afianzarse en la facultad de Psicología. Me resultaba cercano, cálido. Compré todo: la onda de los chicos, los carteles, los libros, los volantes, los puestitos de venta.

Mientras subía las escaleras, rebusqué fuerzas para mostrarme tranquila y segura. En el hall del primer piso, había varios chicos pululando, algunos haciendo cola ante una ventanilla. Pregunté dónde era la admisión de alumnos y me dirigí al aula señalada. Avancé fingiendo naturalidad hacia los dos chicos ubicados tras un mostrador, pasando entre unos pocos que, sentados en los bancos, llenaban planillas. Mi estadía en el aula fue más que breve, mi cuelgue habitual hizo que me faltara una fotocopia legalizada del título secundario, se necesitaban dos y sólo contaba con una. Conclusión: imposible realizar el trámite en el día de la fecha. El muchacho que me atendió, me tranquilizó diciendo que tenía tiempo hasta el 22 de marzo, que lo de las fechas por letra de apellido no era problema. Con resignación, junté mis cosas y dí media vuelta. Debería volver a Uriburu 950 a legalizar la fotocopia faltante y regresar con la totalidad de los requisitos, qué remedio...

Al salir del aula, entre enojada conmigo y desilusionada por no haber concretado la admisión, me detuve en un puesto de venta de películas y cd de audio. El vendedor era bastante pesado, no paraba de hablar, rápido y sin pausa. Pero las películas eran clásicos, me seducían lo suficiente como para soportar la perorata. El tipo fue bajando el precio de las pelis, al punto de que me llevé 10 por los 38 pesos que constituían todo mi haber. Me juró y perjuró que en 15 días, por tan sólo 12 pesos más, podría llevarme las correspondientes cajitas. Obvio, no le creí. Y aunque adoro las cajitas, me estaba llevaba Cumbres Borrascosas con Lawrence Olivier.

Bajé las escaleras relajada y salí del edificio feliz con las 10 nuevas adquisiciones, liberada de los temores y complacida por sentirme tan a gusto en el nuevo lugar. En realidad, mi estado de ánimo era una mezcla de plenitud y nostalgia. A poco de dar unos pasos, me llamó mi hija. Me pidió que le deseara suerte en el instituto. Así lo hice y le dije también que la amaba. Me embargó entonces una conmovedora oleada de ternura. Traté de imaginar cómo se sentiría, cómo sería estar en su piel en ese momento inaugural, cuando yo misma me sentía conmocionada con mi vuelta a la facultad.

Regresé por la calle Puan, rumbo a Rivadavia, con la sensibilidad expuesta. No pude evitar que se me escaparan algunas lágrimas. Era tan rara e intensa esa conexión entre mi hija, la jovencita que fui y mi actual fragilidad.

(continuará)

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