SOLEDADES Y LAZOS

Porque nuestra subjetividad está entramada de vínculos y espacios privados, ambos son bienvenidos. Ojalá que los lazos no ahoguen intimidades, ni la soledad bloquee los caminos para el intercambio.



sábado, 3 de abril de 2010

Volver a la facu después de los 40 (4ª parte)

IV

Primera clase.


En la previa del martes 30, me sentía algo ansiosa, esta vez, el estreno era ineludible. Con la mente más despejada, me dí cuenta que el día anterior había hecho una ensalada de horarios, que podía haber citado a un paciente en un horario más cómodo que las 20. Me prometí bajar los decibeles. La idea era salir con tiempo, tomarme las cosas de un modo relajado, evitar los apurones. Además, sólo iría a un teórico de 2 horas, ya que lo dictan desdoblado en dos días.

En mis remotos cálculos, vivo a una distancia de la facultad medible en media hora de viaje. Consideré entonces que salir 16.20, me garantizaría llegar puntual. Por supuesto, a la hora de partir no encontraba el cuaderno, ni el papelito con las aulas ni una triste lapicera. Salí 16.30 o más. El 55 tardó una eternidad, subí al colectivo tardísimo. Apretujada como ganado, hice equilibrio para no caerme y seguir sosteniendo cartera y carpeta. El tránsito estaba bien pesado. Me recriminé que no llegaría a tiempo ni siquiera el primer día.

Caminé por Puan, tan rápido como pude. La plataforma de corcho, a veces, se me piantaba hacia un costado. Parvas de pibes desfilaban en mi mismo sentido y otras en el inverso. Era la habitual circulación de alumnos de la facu. Cansada y acalorada, llegué a destino. Esta vez, debí subir dos escaleras, cotejar cuál era el aula y luego orientarme para encontrarla. Me costó bastante porque no conocía el lugar, veía difusos los numeritos y no quería preguntar.

Al llegar al aula indicada, me topé con una ingrata sorpresa. No sólo estaba repleta hasta el tope de alumnos, sino que de la puerta, no muy grande, sobresalía una muchedumbre de impuntuales. Me acerqué cuanto pude, no se oía un pomo. ¿Cómo cuernos me iba a anotar en la comisión de prácticos de esa materia? ¡Qué fastidio!

Al poco rato, se sintió un ruido de bancos dentro del aula. El grupo asomado a la puerta, empezó a ingresar. Hice lo propio, sólo para descubrir que el uniquísimo lugar posible donde ubicarme era en el centro de la clase, en el indecoroso y duro piso y, encima, a los pies del profesor. Fingiendo displicencia, la señora mayor se agachó y trató de emular la posición del “indio Pepe”. Adoptar tan infrecuente postura, hizo que el jean tiro bajo me jugara una mala pasada. Para evitar exhibiciones indeseadas, me adosé la carpeta bajo la espalda. De modo que debía cuidar muy bien de permanecer en equilibrio, aunque no lo logré de todo, se resbaló al menos unas tres veces. Los tirones y el consecuente dolor de piernas no se hicieron esperar. Aplastar las asentaderas contra el durísimo piso, me mataba. Pero, definitivamente, lo más difícil era tolerar las agujitas de las hebillas de las sandalias que me perforaban la piel. Temiendo un artero calambre, cada tanto, me movía un poquito, sosteniendo la carpeta que tenía detrás y logrando apenas un levísimo cambio de posición. Igual, no podía evitar el pinchazo de las hebillas. Completando el cuadro de la tortura, hacía dentro del aula un calor sofocante, anormal, pegajoso. Tan segura estaba de desmayarme, que preferí la estoica posición de Buda, antes que seguir la clase de pie. Jamás imaginé que el debut en la facu sería tan duro, doloroso y ardiente…

En el pizarrón, a escaso metro de donde me encontraba, el profesor había escrito las fechas de parciales. Quise anotarlas pero por más que busqué y rebusqué en la cartera, no encontraba lapicera. Finalmente, cuando el profe las borró, encontré dos. Intenté relajarme e hice foco en el docente. Era un cincuentón, bastante buen mozo. Hablaba pausado y bajo. Físicamente, era delgado, de tipo caucásico, pero me gustó. Lamentablemente, sus comentarios me hicieron sentir una verdadera enana en el mundillo intelectual. Dijo, por ejemplo, que no había bibliografía actualizada de la materia en español, que debía leerse en su idioma original, básicamente en inglés. Se la pasó nombrando a un montón de ñatos que no junaba y anécdotas que sólo a él hacían sonreír. Creo que no dijo mucho en concreto sobre la materia, pero no se privó de comentar algunas particularidades sobre los filósofos. Mencionó que sólo contadísimos casos habían logrado ganar buen dinero. Que, en general, ellos no compran casas, ni autos: compran libros. Manifestó su aversión por las fotocopias y el problema que constituía encontrar espacio para guardar tantos libros. Entonces, nos reveló que un colega había decidido alquilarse un departamento de 2 ambientes con la sola finalidad de guardar sus 12.000 volúmenes. Upalalá.

El descenso de mi autoestima se cortó de golpe cuando ví que circulaban unas hojas entre los alumnos. Ahí nomás, mi atención dejó olvidado al profesor y sus elucubraciones filosóficas e hizo foco en ellas. Seguro era la ocasión de anotarse en la comisión de prácticos preferida. A pesar de mi excesivo interés, me pasaron literalmente “por las narices”. Tener al profesor al lado, no me permitía hacer mucho gesto. En un momento, le pedí a una piba que me las pasara pero me contestó un lacónico: - No puedo, están yendo para allá. Por un rato, les seguí el rastro, luego desaparecieron del campo de mi visión. Por supuesto, mucho después, cuando ya no quedaba alma sin anotarse y eran devueltas al escritorio del profesor, pude incluir mi nombre en el puesto número 60 de la comisión elegida.

Del resquemor de estar rodeada por tantos jovencillos, debo decir que, en virtud de la incómoda posición en que debí soportar el primer teórico, pasó sin pena ni gloria. Además, ninguno de estos purretes tuvo la menor intención de cederme el asiento. Muy por el contrario, no me discriminaron ni un poquito a la hora de empujarme, pisotearme las manos o los pies, cuando alguno del fondo quería rajarse antes de que terminara la clase. O no me vieron tan mayor o les importan un carajo las señoras que tienen la edad de sus madres.

El alivio que experimenté al oír que la clase tocaba a su fin, es inenarrable. Luego caí en la cuenta de que no sería sencillo volver a adoptar la posición erguida. Como no quería tambalear mucho, necesitaba tomarme mi tiempo: tenía dormida hasta el alma. Pero con la jauría que había detrás, no podía retrasarme en la tarea, me iban a pasar por encima, sin piedad. La verdad, no sé cómo me levanté, pero salí disparada. Huí. Bajé tan rápido como pude esas escaleras del demonio. Miré la hora al salir: eran las 19.11. Mierda que soy mala para calcular horarios, ni a palos llegaría a casa a las 19.30, como pensaba. El fucking 55 no venía y no venía. Recordé que tenía citado un paciente a las 20, quien sonó muy angustiado a la hora de explicarle que debíamos posponer unas horas la sesión. Finalmente, paré un 141 y me subí. La suerte quiso que pudiera acomodarme en el asiento del fondo, contra la ventanilla. Pero la felicidad no pudo ser completa, los filósofos no compran casas ni autos y, según parece, mi profe no era la excepción. También subió al 141 y se ubicó cerca de mí. Qué incómoda situación, no sabía qué cuernos hacer. Había estado literalmente echada a sus pies dos horas, era ridículo no dedicarle, al menos, una sonrisa. Pero, justamente, estando tan cerca, no me la iba a pasar sonriéndole como una boluda más de media hora… ¿De qué podríamos hablar? Naaa, ni loca sacaba ningún tema, me daba vergüenza y tampoco lo quería incomodar, él era “el profesor” y yo su alumna, a pesar de la cercanía de edades. Que el tipo me pareciera atractivo, complicaba más la cosa. No sé por qué estos aburridos eruditos siempre terminan seduciéndome, al punto de que me siento una adolescente si los encuentro en otra escena que no sea en una clase. Para evadirme, me puse a escribir y a enviar mensajitos con el celu, como si tuviera, en verdad, 14 añitos. Cuando ya no me quedó nada por mensajear, giré el cogote para mirar por la ventanilla. Casi me gano una tortícolis en tal empeño. Y al final, me aburrí. Me importó menos que el tipo estuviera ahí que llegar tarde para atender al paciente. Rato después, se sentó en el asiento de adelante. Aproveché para relojearlo con impunidad. Tenía pelo blanco en toda la cabeza pero crecían a distancia prudencial uno de otro. Detecté que llevaba anillo de casado, no es algo en que me fije habitualmente. Reconozco que me desilusioné un poquito, fantaseaba que era divorciado. Mejor, de seguro no haríamos buena pareja con este tío. Creo que ficcionarían mi caso en Mujeres asesinas, si se diera tan extraño caso. Es que no soporto a los obsesivos de su estilo, sólo me seducen a la hora de dictar clases. Ojalá se compre un auto pronto. Igual, para la próxima, espero el 55 a moriiiiir.

4 comentarios:

laspalmerassalvajes dijo...

Consejo al azar: procurá llegar más temprano si no querés que tus cumpas terminen detallanto un exhaustivo inventario de tu ropa interior. O alargale el tiro a los pantalones.

IRINAMORA dijo...

Gracia' a dió que llevaba puestos jeans, al menos. Mirá si hubiera llevado la pollerita colorá...

Ahora que lo decís, advierto que olvidé mencionar lo incómoda que me sentí por culpa del escote. No quiero pensar cuánto se vería desde lo alto, donde estaba parado el profe.

Marche un traje de monja para la próxima.

IRINAMORA dijo...

jajaja. Recién leo lo de las palmeras salvajes. Genial. Dejalo así, suena más osado que un recatado basilisco.

Sinfonía dijo...

Bueno a ver si se produjo el cambio (eso de nombre y apellido no me gustaba)

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